¿Cuando evaluamos qué/cuánto sabe un alumno lo hacemos en función de lo que puede hacer, pensar y aprender por sí mismo o con otros? ¿Evaluamos y trabajamos sobre el concepto de Persona Sola o de Persona Más; es decir una persona que es con otros, con las ayudas y la tecnología?
Presentamos aquí otro relato en el que pueden buscarse estos elementos sobre los que conceptualizaremos en una próxima entrada.
PC con RMM
Eduardo es un PC con componente de RMM. Eso dicen –y
así con siglas- todos los informes de los numerosos especialistas que han
elaborado diagnósticos en los largos recorridos médicos realizados por sus
padres en los primeros años de edad de Eduardo. De parálisis cerebral muestra
signos evidentes porque habla con tono gutural, y la discapacidad mental
moderada se supone porque no aprendió a leer ni a escribir ni a manejarse solo
solo, sin supervisión adulta. Los expedientes omiten que es un muchachito
rubio, de ojos celestes y pelo amarillo muy corto; que es alegre, locuaz e
histriónico. Desde que era chiquito, Tina y Pepe, sus papás, confiaron en él y
trataron de que fuera independiente.
Los hermanos
mayores siempre lo protegieron y compartían todos los juegos. En la habitación
de Eduardo, había inmensas pelotas de plástico, de todos los colores, en las
que se hamacaban o se balanceaban. También jugaban a aparecer y desaparecer
entre las mantas de diferentes tamaños y texturas que tiraban en el piso
durante el recreo familiar. Pero lo que más les gustaba era la hora del teatro:
sacaban de un baúl grande heredado de algún ancestro, las carteras, los
zapatos, los collares, las bufandas, los sombreros, los muñecos, los autitos,
los animales de mentira. Era como la galera de un mago y con cada cosa que
sacaban aparecían distintos personajes. Eduardo los seguía a los hermanos. Los
imitaba. Se mataban de la risa cuando les decía con voz fuerte y silabeante: “PE-LO-TA-MI”,
reclamando el juguete preferido.
Viven en una ciudad no muy grande de provincia y las
vacaciones las pasaba siempre con su abuela materna, en Buenos Aires. Quizá ahí
reforzó el gusto por el teatro. Abu, como le decía él, lo llevaba a ver una obra y después, cuando
volvían a la casa, se contaban lo que más les había gustado. Cuando era chiquito, iban juntos, pero después lo dejaba en el teatro y lo iba
a buscar a la salida de la función.
Un día, la abuela no pudo llegar a horario. No se
acuerdan bien qué pasó pero cuando llegó al teatro Eduardo ya no la estaba
esperando. El dice que se quedó un rato
al lado de la puerta y como no llegaba le preguntó a un kioskero cómo hacía
para volver a la dirección que estaba escrita en un papel que siempre llevaba
en el bolsillo del pantalón. El hombre le explicó, tomó el colectivo como se lo
indicaron y volvió sin problemas a la casa. Después de ese hecho, la abuela no
quedó igual, empezaron los problemas de memoria. Nadie sabe bien si fue por el
susto o si ya había empezado a desmemoriarse y por eso llegó tarde.
Cuando Eduardo cumplió la mayoría de edad, quiso un
cuatriciclo. Aunque Tina y Pepe lo pensaron mucho, decidieron que estaba en
condiciones de usarlo y se lo compraron: un cuatriciclo rojo brillante con
accesorios plateados y luces reglamentarias. Los trámites para sacar el carnet
de conductor fueron costosos: costo moral y anímico. Tuvieron que demostrar que
Eduardo era apto para manejar. Les costó la enemistad del médico de policía que
era conocido de la familia y se había empecinado en no certificar la aptitud de
Eduardo aunque había pasado los exámenes de rutina.
Superada hace ya un tiempo esa carrera de obstáculos,
Eduardo maneja por la ciudad pequeña sin muchos sobresaltos. Hace unos días,
quedó sólo en la casa con Abu -que se vino de Buenos Aires y está cada vez más
perdida-, y una señora que los cuida a ambos; porque Tina y Pepe viajaron lejos
y los hijos mayores ya emigraron. Eduardo salió como hace siempre a hacer
mandados en su cuatriciclo. Abu lo vio agarrar el casco y le pidió que la
llevara a dar una vuelta por el pueblo. Se fueron los dos contentos, despacito,
a disfrutar del aire fresco y el sol de la mañana. Iban cantando y pronunciando
lo que veían: las hojas amarillas del otoño cubriendo las veredas, la vieja esquina
de un almacén pintado de rojo rabioso, los caminos serpenteantes del parque, el
arroyo casi seco porque hace un tiempo que no llueve, la iglesia de la Merced con sus ladrillos enmohecidos
y la torre altísima que marea al seguirla con la vista. De los eucaliptos
florecidos emanaba un perfume dulzón que, especialmente a Abu, le traía nostalgias
de su infancia.
Andaban así, los dos, paseando, hasta que los paró la
policía en una calle perdida. Eduardo frenó despacio y preguntó “¿QUE-PA-SHA?”,
con voz fuerte y silábica.
--Carnet y documentos-- pidió el policía.
--“SHOY-DIS-CA-PA-CHI-TA-DO”—contestó
--Discapacitado—repitió la abuela
--Ahh, bueno siga—le dijo el oficial e hizo la venia.
Volvieron lo más rápido posible sintiendo el airecito
y el hambre del mediodía. En la casa, los esperaba la cuidadora tomándose la
cabeza con sus manos y en las manos apretaba los documentos que encontró olvidados sobre la mesa. Eduardo y Abu
soltaron una estruendosa carcajada.
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