Es este otro relato, otra historia ficcionada que da cuenta de prejuicios y biografías anticipadas.
¿Cuánto inciden las palabras y las miradas de los otros en los aprendizajes escolares?
JUANMA
Juan Manual era hijo único de una familia de
profesionales. Juanma –como le decían en
la casa y en la escuela-, había nacido cuando sus papás ya eran grandes.
Después del nacimiento de tres hijas mujeres habían buscado con desesperación
el varoncito y llegó a una edad que ya no lo deseaban ni esperaban. Desde su
nacimiento padeció un problema biológico: fisura palatina, que lo llevó a resistir con resignación varias operaciones
durante toda su primera infancia. Quizá como consecuencia de ese problema
físico, o a raíz del umbral de dolor soportado en una etapa de la vida que deja
profundas huellas, a Juan Manuel le
costó mucho transitar la escuela primaria. No podía expresarse como los demás
niños de su misma edad, casi no participaba en las actividades escolares y
manifestó siempre un “peturbador déficit atencional, posible etiología por
disfunción cerebral mínima no comprobable en estudios neurológicos y
dificultades auditivas asociadas.” Al menos esto es lo que se podia leer en el
diagnóstico de los médicos ortodoxos y los maestros biologistas que lo
atendian.
Cada vez que iba o volvía de la escuela, le dolía la panza o su estómago o sentía un
sudor extraño y las manos temblorosas. No podía elaborar frases complejas,
apenas sílabas y entrecortadas, así que las palabras, a punto de escaparse,
quedaban atrapadas en un nudo en la garganta. Nunca protestaba. Ningún grito,
ningún lamento, ninguna queja para explicar que la escuela no le gustaba. Esto
era así con su mamá que seguía con rigurosidad su desempeño escolar, con la maestra
que lo sentaba solo para que aprendiera mejor y con los los compañeros que
generalmente no lo comprendían y algunos se burlaban frente a los balbuceos. En
la escuela, una escuela común muy renombrada, “un templo del saber”, se quedaba ahí, donde lo ponían, quietito, el
último en la última fila de las mesas de trabajo del aula. Silencioso,
pensativo, asustado, huidizo, tratando de no ser visto ni escuchado. No lo
querían. Aunque tampoco lo rechazaban. Parecía
innecesario en esa escuela. O necesario para
ocupar el lugar de innecesario. También para aumentar las estadísticas
de alumnos integrados.
En la casa, todo cambiaba cuando Juan Manuel se encerraba en la habitación que le
pertenecía y le habían ambientado especialmente para él. Los papás le habían comprado las mejores
cosas, los mejores muebles, hasta habían consultado a una diseñadora para armar
el cuarto. Tenía muchos juegos y juguetes, la computadora, un centro
musical y muchos libros. El prefería los
libros. Entonces se tiraba en la cama, sobre mullidos acolchados, o en la
alfombra, y miraba las páginas de los
libros que más le gustaban. Les ponía voz y música a los dibujos y las palabras
se expandían, se derramaban en ese espacio-continente. Recorrían el techo
blanco, las paredes color tomate, la
mesa de la computadora, la lámpara sobre la mesa, los cuadros en bastidores que
descansaban despreocupadamente en algunos huecos de los estantes de la
biblioteca. Era mágico su mundo de cuentos y de historietas. Sólo ahí era
feliz: no sabía leer pero podía imaginar, soñar, inventar nombres, poner
adjetivos, utilizar verbos,
saborear letras, dibujos y
colores. Todo con un clik.
Una mañana, le costó un montón levantarse para ir a
la escuela, más que otras veces. Le dolía tanto la panza que se tuvo que quedar
en cama y entonces hubo que llamar al médico y el médico dijo que era urgente,
que había que operar y el apuro y el sonido de la ambulancia y el quirófano y
el halo de la nada pegadito ahí en la cama de Juanma cuando volvió de la
terapia.
Poco, muy poco, apenas podía hablar por la anestesia
y la fisura palatina pero dicen las enfermeras que lo escucharon decir “per-dón
ma-má” con su voz gutural y entrecortada, y que después se fue, de la mano de Harry
Potter. Su amigo-personaje favorito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario