A través de este juego de palabras se pretende llamar la atención sobre dos situaciones posibles debidas a intervenciones educativas "iatrogénicas": por un lado la fabricación del fracaso escolar y y por otro la construcción de anormalidad y/o potencialización de la discapacidad. Se toma un caso específico a los efectos de que se analicen las variables que pudieron intervenir al momento de decidir las hipótesis de diagnóstico y abordaje educativo.
J. M. es un alumno con un problema biológico
de nacimiento.El diagnóstico
institucional explicita: “Fisura
palatina. Manifiesta déficit atencional, posible etiología por disfunción
cerebral mínima no comprobable en estudios neurológicos. Dificultades auditivas
asociadas.”
Los
problemas en el habla provocaron serios inconvenientes en su escolarización.
Sumado a esto tiene antecedentes de discapacidad: un pariente con lesión cerebral y
secuelas profundas, hecho que marcó significativamente a toda la familia.
Hasta
los 3 años concurrió a un Centro de Atención Temprana por sus dificultades en el
lenguaje oral. De 3 a 5 años asistió a un Jardín de
Infantes común donde se mantenían las dificultades en el lenguaje oral y problemas en la estructuración de
la representación mental y esquema corporal.
Durante
su escolaridad primaria, pasó los dos primeros años en escuela común pero con dificultades. No
respondió a las características “resultadistas” de la institución a la que
asistía: escuela con matrícula numerosa, “exitosa” y “exitista”, que representa
a un grupo de la sociedad local –clase media y media alta- , con el cual se
identificaba la familia. ¿Cuáles fueron las consecuencias? Situaciones de
enseñanza y aprendizaje centradas en el
verbalismo, memorización, cantidad de “deberes” para hacer, gran
resistencia a la integración de nuevos docentes y de diferencias socioculturales en todos los
actores institucionales.
El “perfil” de J. M. no respondía al modelo -o tal vez molde-
pedagógico. Era un alumno con una discapacidad manifiesta -desde lo biológico-
para los aprendizajes académicos tradicionales. Los prejuicios de padres y
docentes -al ser coherentes con el modelo de “una máquina de enseñar” basada en
las premisas de gradualidad y simultaneidad- incrementan la brecha con el ideal escolar
En este
contexto, J. M. comenzó a no responder al nivel ni al ritmo de aprendizaje del
grupo, ni a las consignas impartidas –“homogeneizadoramente”- por la escuela, ni a las exigencias de la
familia que cargaba su día con actividades extraescolares y concurrencia a ”particular” como apoyo para
el logro de las expectativas prefijadas. No pudo estructurar los diferentes
aprendizajes cada vez más abstractos.
Así se inició un ciclo de repitencia, cambio de escuelas, integración con
escuela especial y finalmente escuela especial. El
resultado fue el fracaso escolar que -exitosamente y entre todos- supieron
conseguir. Su trayectoria siguió un recorrido conocido y reiterado por
numerosos alumnos. Tanto la familia como la escuela, atados a mandatos sociales
que asignan un lugar importante a la educación convencional y a viejos
paradigmas sobre la inteligencia y la escolarización, signaron una trayectoria
escolar que hubiera podido ser otra de haberse entendido las diferencias y de
poder visualizar otras perspectivas.
Tampoco
se cuestionaron las marcas dejadas por
algunas intervenciones quirúrgicas, ni la incidencia del familiar discapacitado
en las relaciones vinculares y en la constitución de la subjetividad de J. M,
ni las matrices de aprendizaje formadas en su primera infancia dentro del grupo
familiar, ni el peso de las ideas
previas de los propios docentes. Por medio de los procesos de subjetivación
se adquiere una forma de ser, estar, pensar y actuar.
Nos preguntamos ¿Cuánto
pudo influir en su trayectoria escolar
el hecho de no poder estructurar el lenguaje como forma de comunicación fluida
y la conformación de su autoimagen acerca
de sus propias capacidades y posibilidades?
¿Qué otras preguntas o qué respuestas podemos pensar a partir de este caso, un caso como trantos?
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